El País / 15 abril 2017
La Edad Media es, probablemente, el periodo más paradójico de la historia. Tierra de nadie, un tiempo intermedio entre un Imperio Romano al que la civilización occidental debe casi todo (¿qué han hecho los romanos por nosotros?) y un mundo nuevo de imprentas y tierras aparentemente vírgenes, su evocación suele asociarse con la violencia irracional, el gobierno tiránico y una pobreza material, cultural e institucional generalizada. Lo feudal se asocia a las formas políticas, económicas y sociales más nefastas para la humanidad; la intransigencia, la superstición, la misoginia, el miedo a lo desconocido y la persecución de cualquier otro remiten a la hegemonía del pensamiento eclesiástico y a la ruindad de muchos de sus representantes. Junto a ello, una visión más complaciente —e ingenua— del periodo rescata la imagen de almas sencillas incapaces de entender el mundo en que viven: pacíficos campesinos que trabajan sus campos o artesanos urbanos que fabrican sus mercancías, todos ellos representados en las miniaturas de los códices medievales.